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Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz de Juan Ezequiel Fernández

A la obra de Juan Antonio García de Carrasquedo se han añadido obras de dos compositores posteriores en el ejercicio de maestro de capilla. Juan Ezequiel Fernández gana la plaza de Santander en 1783, pero no se incorpora a su nuevo compromiso hasta dos años más tarde. Durante este largo intervalo el viejo maestro recibe el título oficial de Maestro Jubilado (título insólito en otras catedrales), manteniendo la responsabilidad total por el funcionamiento de la capilla. Cuando por fin se incorpora Fernández en 1785, Carrasquedo se libra de los arduos compromisos del magisterio de capilla y por expreso deseo del Cabildo se dedicará exclusivamente a la composición. Lo que fue un honor para Carrasquedo, seguramente resultaba poco atractivo al nuevo maestro, aunque fue una oportunidad de aprender del apreciado maestro. Después de sólo nueve años Fernández se traslada a la Catedral de León, donde anteriormente se había formado y de donde procede esta partitura.

Esta magnífica obra impresiona por su modernidad, expresionismo y magistral capacidad de mantener una tensión extremada desde las primeras disonancias instrumentales hasta el último spiravit. Fernández lo construye como un pequeño dramma per musica, el tenor solista representando a Cristo, el coro masculino al buen ladrón y el coro general que asume el papel de evangelista o narrador. Con un realismo típico de la imaginería española, Fernández resuelve este drama con absoluta maestría.

Ya en la introducción instrumental destacan intervalos disonantes, choques casi percusivos, que nos hacen imaginar con un frío realismo a Jesús siendo clavado en la cruz. Son luego las apoyaturas disonantes las que convierten las súplicas al Padre y a María en torturados gemidos de Cristo. La continua carga de tensión llega a límites casi insostenibles cuando el coro, en los máximos límites agudos de sus tesituras traduce el Eli, eli, luma sabactani, Al final hace una «expiración» literal-musical separando las sílabas de la palabra con silencios, alarga todavía más la última y pianísima «vit» de spiravit, y así deja también al oyente sin aire. En ningún momento parecen juegos lingüísticos-musicales vacíos, sino que el compositor los utiliza con gran sobriedad y gusto, transmitiendo así todo el patetismo y dolor del drama del evangelio.

Una obra que emociona por la intensidad de las imágenes, gran transparencia de estilo y por la austeridad y eficacia de los medios musicales aplicados.

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