NACE UN GRAN CORO UNIVERSAL

EL VIII Curso de Arte nos ha reservado una brillante sorpresa. El debut del Coro Universitario de Santander. El paraninfo de la playa, dentro de los dominios del palacio real de La Magdalena, aparecía abarrotado de gente joven. Todo hacía esperar nervios, inquietud, fallos imprevisibles que hubiéramos sabid justificar con una sonrisa. El vicerrector, Carlos de Miguel, me había dado cuenta del acontecimiento, pero sn adelantarme el más leve juicio sobra la calidad de los actuantes.
Mis noticias se reducían a los datos, poco orientadores, del programa de mano. Sabía que el Coro Universitario de Santander inició sus primeras tentativas el pasado mes de enero y que ahora se nutría de sesenta voces mixtas de alumnos de las dos Universidades —la de verano y a de invierno— y también tenía noticia del entusiasmo y fa personalidad de su directora Lynne Kurzeknabe. Pero la noche del debut, momentos antes de iniciarse el concierto, según se iba poblando el escenario por los jóvenes miembros de ¡a agrupación coral —americanas oscuras con el escudo universitario in pectore, y blusas como camelias abiertas sobre negros y sugestivos tallos— mi desconfianza era casi delatora. Contemplaba evasivamente la colorista embocadura del escenario decorada por los escudos de nuestras Universidades. Et del centro sostenía una leyenda que leí maquinaimente: «Libertas pertundet omnia luce». Fue entonces
cuando disminuyó la intensidad de los focos del paraninfo y se iluminó la masa coral, disciplinada y estática, con esa calidad de humanos facistoles que habrían de convertirse en antorchas de música vocal al ser prodigiosamente encendidos, en ademán litúrgico, por los dedos metafísicos de Lynne Kurzeknabe
Fata la parte Tutt’ogni cal Qu’es morta la muller de Micer Cotal. Porque l ay trobato con un españolo…
Había empezado el repertorio de música profana española con «Fata la parte», del «Cancionero de Palacio», de Juan del Encina.
No seré yo el que se1 tome atribuciones que no le corresponden enfocando mi asombro desde una competencia de musicólogo. Pero si algo tiene el arte de nexo, irrevocable con la comunidad espectadora, es porque su razón de ser se convierte sistemáticamente en una acción transitiva:
el hecho artístico pasando sin solución de continuidad a la emoción contempladora, tanto si esa emoción es del crítico como del profano. Cantaron los «•madrigalistas II esi bel et bon, de Passeraau. Luego vinieron Vivaldi, Haendel, un bellísimo Canto Gregoriano —Ave, verum corpus— cuyo único defecto fue su brevedad textual. Después, Mozart, Orff, Brahms, Seía Bartok, con canciones folklóricas eslovacas para coro y piano, que, teóricamente, deberían
cerrar la actuación del Coro Universitario.
El paraninfo se venía abajo. El entusiasmo reinante había desbordado el climax precedente de fría expectación. Hubo que añadir un spirítuals, pero el público, que había escuchado sin interrupción el concierto perdiendo en grata escucha la noción del tiempo, seguía ovacionando al coro neófito y a esa mujer escapada de no se sabe qué secreto taller de magia con puntos de
ignición en sus dedos y convertida ella misma en llama, en noción progresiva de ritmo, en unidad sorprendente de belleza.
Lynne Kurzeknabe es como el clavillo que sujeta la vitela de un abanico. Sin ese elemento
clave no es posible su expresión vectorial contenedora de la materia artística.
No sé qué pasaría si se perdiera el clavillo. Lynne es norteamericana, pero un día se acercó a la Montaña corno Mahoma, posiblemente porque la Montaña no fue hacia ella. Mahoma no se casaba con nadie, pero Lynne se casó con Santander. Es licenciada en Historia de la Música y Musicología por la Universidad de Berkeley {California). Más de una vez le habrán dicho qus
su tierra tiene nombre de cafetería y ella habrá hecho gala de su sonrisa como la hace con el ritmo de sus brazos, con su gesto pródigo,» con su donaire. La experiencia en materia de disciplina coral y orquestal la adquirió fundamentalmente en la Escueia Superior de Música de Estocolmo y más tarde sn Stutigart como profesora de canto y piano. Antes de venir a España
dirigió los coros de ía Universidad de Berkeley y, posteriormente —entre 1971 y 1973—, había sido directora del departamento de música de ¡a Escuela Estatal de Ballet, de Stuttgart.
Apenas terminado el espectáculo, estremecida aún por ¡as mieles del triunfo y a! borde
del agotamiento, todavía le quedaba aliento para sonreír y compartir su alegría al contemplar la culminación de un esfuerzo casi taumatúrgico, porque, como he dicho al principio de esta crónica, el Coro Universitario de Santander tiene cinco meses de preparación, pero una noche tan sólo de evidente triunfo. Sería injusto que, al dar noticia de una tan bien trabada, concurrencia de éxitos no dejase constancia de la brillante colaboración del pianista Miguel Ángel Samperio, que acompañó el «Swell, trie full Chorus» —del Oratorio de Salomón— de HaendsJ y ¡as «Canciones folklóricas eslovacas», de Bela Bartok; así como de la actuación de
la grácil maestra de ceremonias y buena actriz, habitual en estos cursos de arte, María Teresa Liaño. Pío Muriedas, hombre de voz ambulante y tuétano montañés —que, por cierto, actuará
en estos días en la Universidad con un recital de versos de sus buenos amigos los poetas—, me decía al terminar el concierto:
—Esto son voces y no las que dan muchos de esos pedantones al paño, como decía Machado.
—¿Habrá esperanza—le pregunté—de que se les aclare la voz?
Y Pío me contestó:
—Yo siempre que puedo les mando hacer gárgaras.
Santander, con la importancia de sus festivales y de sus cursos universitarios, no tiene teatro. Tiene plaza porticada, donde alberga su inquietud cultural con arte y paciencia. Santander, siendo el más atractivo puerto natura! de nuestras costas, yace olvidado como si cayesen bajos velos de neblina sobre los viejos expedientes de sus largas quej as administrativas. Santander,
cuya voz no se escucha del todo, decide añadir a su viejo argumento —que tanto apoyó mi amigo Rafael González Echegaray— un coro de voces concertadas que armonizan su speranza.
José Gerardo MANRIQUE DE LARA